Epílogo
Después de unos años
Annemarie recibió una carta inesperada. Esta decía que una persona muy
importante para ella, que no había visto en muchos años, la esperaba en el puerto
de Dinamarca a las 7:00 h.
En ese instante lo único
que se le pasó por la cabeza fue su gran amiga Ellen. Cogió el paraguas y un
abrigo y fue a avisar a sus padres y a su hermana Kirsti.
Ella ya se había independizado
y vivía con su marido John. Él era un antiguo compañero de clase de Annemarie,
que volvió a ver unos años después como banquero en las grandes oficinas del Banco
de Copenhague.
Kirsti vivía aún con sus
padres y estaba estudiando en la universidad. Su padre seguía de maestro en el
colegio (aunque le quedaba poco para jubilarse) y su madre seguía siendo ama de casa.
Después de ir a llamar a
sus padres y a su hermana, fueron al puerto. Allí esperaron impacientes su
llegada, hasta que escucharon una noticia en la radio. Un barco con pasajeros
que venía de Suecia había naufragado y no sabían si había supervivientes. A
Annemarie se le cayó el mundo encima. Había esperado todo este tiempo con la
esperanza de volver a ver a su amiga y
ahora era imposible.
Se fueron a casa muy
decepcionados, esperando más noticias de cómo ocurrió el accidente. Entonces
anunciaron que había cuatro cuerpos desaparecidos. En ese momento a ella lo
único que se le pasó por la cabeza fue pensar en la tristeza de los familiares
de los desaparecidos, por no poder enterrar con dignidad a sus seres queridos.
Esa noche tocaron al
timbre y Annemarie fue a abrir la puerta somnolienta, porque eran las 4 de la
mañana. Cuando lo hizo se quedó estupefacta,
se encontró a Ellen moribunda. Sin pensárselo dos veces, la cogió y la
entró en casa, la tumbó, le dio agua y comida y mandó a su marido John a avisar
a un médico.
Ellen estuvo unos días
recuperándose y, cuando ya estaba preparada, empezó a narrar el suceso:
-Esa noche las aguas no estaban para
navegar, pero el capitán no hizo caso a la advertencia de los truenos y los
remolinos en el agua y partió hacia Dinamarca.
Empezamos a navegar mientras las
olas pegaban contra el casco del barco, como si mil hombres desesperados
por entrar lo aporrearan. Me empecé a asustar, sabía que la estructura del
barco no aguantaría mucho más. Mis padres, que estaban a mi lado, me abrazaban
con fuerza, como si sus brazos fueran una armadura inquebrantable para todos
los peligros. En ese instante me vinieron unos recuerdos de ese día que nos
fuimos a Suecia en el Ingeborg, abrazada a mis padres, con el miedo a que nos
descubrieran los nazis.
El momento esperado llegó cuando
estábamos cerca de la orilla. Una madera hizo un fuerte crujido y cedió. Empezó
a entrar agua y agua. Un caos se apoderó del barco: la gente se empujaba entre
sí con desesperación por encontrar la
salida. Era un caos.
Me acuerdo que después de esos
empujones mis padres empezaron también a empujar para hacerse paso. Una puerta
se atascó y mi padre la tiró abajo. Empezaron a empujarle y me empecé a
desesperar. Cada vez me empujaba la avalancha de gente más lejos de él y perdía
la visión de su rostro. Cuando intentaba abrirme paso para ayudarle, me di
cuenta que estaba tumbado en el suelo inmóvil. Una angustia se apoderó de mí y,
cuando por fin me pude acercar a él, me di cuenta de que estaba muerto. Mi
cuerpo no reaccionaba, no me funcionaban
las piernas. Una parte de mí pensaba que no podía quedarme ahí, porque tendría
el mismo final que mi padre, pero la otra decía que no podía dejarlo arrumbado
como si fuera escoria.
Mi madre, con todo el
dolor del mundo, me cogió del brazo y tiró de mí, lejos de ese cadáver, lejos
de mi padre. Seguí corriendo, pensando en que eso no podía estar pasando. Unas
personas se iban para un pasillo y otras por otro, intentando escapar. Entonces
yo me acordé de las instrucciones que dio el capitán, pude mantener la mente un
poco despejada, no como la mayoría de los pasajeros, que el caos se apoderó de
ellos. Solo unos pocos fueron por la salida correcta hasta los botes
salvavidas. Recordé y empecé a correr por el pasillo.
Justo cuando estábamos llegando
a la superficie, di un estirón de la mano de mi madre para que fuera más
deprisa y me di cuenta de que se había quedado su pie atascado en algo. No
podía ver en qué, porque el agua ya nos llegaba por la cadera. Tiré más de
cinco veces, pero cada vez que tiraba de ella chillaba de dolor. En ese momento
me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo. Ya había perdido a mi padre, no
podía perder también a mi madre. Eso no podía estar sucediendo, no podía ser
verdad.
Me acuerdo perfectamente
de las palabras que me dijo:
“Ellen, te tienes que ir
ya, te queremos mucho tu padre y yo, y no te preocupes, vamos a estar los dos
juntos y después de un tiempo también estarás con nosotros. Te quiero mucho y
por eso te tienes que ir, yo moriré, pero moriré tranquila si se que vas a
estar a salvo. Ese es mi último deseo, no me defraudes y cúmplelo.”
Me armé de valor y seguí
corriendo con todas mis fuerzas sin rendirme, paso a paso, aun con lo difícil
que me resultaba moverme cuando el agua me llegaba por la barriga. Subí a la
superficie sin mirar atrás, sabiendo que si lo hacía no podría continuar, solo
imaginarme a mi madre tirada en el suelo me producía una angustia enorme.
Cogí un bote junto con
las tres personas que también habían cogido el camino correcto y llegamos hasta
la orilla. Los supervivientes acudieron a casa de sus familiares y como yo no
tenía familia , vine a tu casa.
A Annemarie le
comenzaron a brotar unas lágrimas al principio, después rompió a llorar y luego
no dudó un momento en abrazar a la que fue en su momento su inseparable mejor
amiga, y seguía siéndolo.
Annemarie le dijo:
-No me puedo imaginar
todo lo que tuviste que sufrir, quiero que sepas que nos tienes aquí para lo
que haga falta.
Ellen se quedó un tiempo
en casa de Annemarie, hasta que se recuperó y pudo valerse por sí misma. Se fue
a su antigua casa y empezó una nueva vida trabajando como maestra en el mismo
colegio que el padre de Annemarie.